Con motivo del 30 aniversario de su muerte, a comienzos de
2021, el Instituto de Cervantes propuso un homenaje a Jaime Gil de Biedma, un
poeta español de la llamada Generación del 50. Pronto el aniversario se
convirtió en un gran debate entre detractores y defensores del autor. Por una
parte los detractores alegaban bajo la bandera de la moralidad que fue un
pederasta que pagaba por estar con niños de otros países. Sus defensores por
otro lado defendían su gran obra poética. Una cosa no tiene que ver con la
otra. A todo este escándalo habría que añadir que fue una persona discriminada
por ser homosexual y que si hubiera sido un heterosexual que se acostó con
menores, la cosa probablemente hubiera sido distinta. Dejando de lado las
hipocresías morales de nuestra sociedad, el problema que presentan estos
acontecimientos, la cuestión a la que apuntan es a si debemos o no hacer
homenajes, es decir admirar las contribuciones a la sociedad (porque una obra
de arte es una de tales contribuciones) de malas personas.
Hay muchísimos casos como el de Gil de Biedma, por ejemplo
Heidegger, Eisntein, Ghandi, por poner algunos ejemplos más o menos recientes.
Porque la valoración moral de estas personas se hace desde el presente en donde
tenemos una determinada visión del mundo y una concreta moralidad. Cuando nos
retrotraemos en el tiempo la cuestión moral se vuelve más laxa, quiero creer.
Las personas de ahora hemos inventado el término etnocentrismo que también
vale, supongo, para que seamos conscientes de que tenemos un punto de partida
que no sólo es social sino también temporal. Vivimos en una época y entender
con los cánones de la actualidad el pasado es un sesgo que tan sólo nos llevará
a malos entendidos. Lo que ahora está mal, antes era indiferente o estaba bien,
incluso. No seamos tiempocentristas.
Todo esto tiene que ver con el problema del mal, entre otras
muchas cosas. Y es este aspecto de entre otros muchos posibles el que me
gustaría analizar. En el mundo hay injusticias, hay sufrimiento, que no son
sólo conceptos. Quiero decir que hay personas injustas, malvadas, que hacen el
mal y personas que lo sufren. Todas las personas somos buenas y malas, somos en
este sentido seres divididos, así lo percibe nuestra cultura y nos percibimos
en ella. Llevamos dentro de nosotros la capacidad de elegir qué hacer y entre
las posibilidades de elección podemos escoger lo correcto y lo incorrecto, lo
bueno que acarrea dicha y lo malo que acarrea sufrimiento. Esta capacidad nos
convierte en seres con conciencia, capaces de distinguir el bien del mal, más o
menos.
El problema de la existencia del mal es irresoluble. A mucha
gente le gustaría que existiera una especie de justicia, como esa de las
telenovelas mexicanas, en las que los malos siempre pagan por sus culpas,
mientras que los buenos que han sufrido y aún así han sido buenos, son
recompensados con una vida plena de matrimonio duradero y familia numerosa. La
retribución de las penas en esta vida. De eso se trata, del castigo o la
recompensa aquí y ahora. Algo que el cristianismo negó, porque la retribución
será en el día del Juicio.
Al comienzo de Eclesiastés se pregunta Qohélet “¿Qué
provecho saca el hombre de todo el esfuerzo que se toma bajo el sol?” Porque
observa que todo el sufrimiento de esta vida no sirve para nada. “Todos van al
mismo sitio, todos vienen del polvo y al polvo tornan todos”(Ecl 3, 20). Job se
lamenta ante su injusta desgracia: “¿Por qué no morí en las entrañas, o no
perecí saliendo del seno? ¿Por qué me acogieron dos rodillas y hallé unos
pechos que me amamantaran? (Job 3, 11-13). Y todos sabemos que fue un lamento
legítimo. ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué la enfermedad? ¿El desamor? ¿La
soledad? ¿El exilio? ¿La muerte de los seres queridos? ¿Por qué lo efímero? ¿La despedida? ¿La
vanidad de todos los actos?
En la Biblia se dan respuestas a estos interrogantes, más o
menos, o por lo menos se intenta, quiero creer, pero el tema de este escrito es
otro. El problema del mal me parece irresoluble como antes decía. La cuestión
es ¿Qué tiene esto que ver con las personas malvadas? Y creo que tiene mucho
que ver. Como decía, en este mundo del libre albedrío, podemos hacer el bien o
el mal, podemos hacer sufrir a los que nos rodean y lo haremos. Todos hemos
hecho sufrir a alguien. Todos hacemos el mal. “Aquel de vosotros que esté libre
de pecado que le arroje la primera piedra” (Jn 8, 7) sentenció Jesús ante la
mujer adúltera en un acto de misericordia divina. Pero entonces por qué somos
tan críticos con el mal ajeno. Quizás sea por aquello que también dijo Cristo
de que nos es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.
“No juzguéis y no seréis juzgados, porque con el juicio con
que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis seréis medidos.
¿Por qué te pones a mirar la paja en el ojo de tu hermano, y no te fijas en la
viga que tienes en el tuyo? ¿O cómo eres capaz de decirle a tu hermano: Déjame que te saque la paja de tu ojo,
teniendo tú una viga en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga del ojo, y entonces verás claro para
poder sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7, 1-5).
Me pregunto yo ¿no será qué lo que vemos en el ojo ajeno no
es la paja de nuestro hermano sino nuestra viga? Quiero decir ¿No funcionará el
otro como un espejo? Deberíamos tenerlo en cuenta. Y ahora, después de toda
esta digresión cristiana vuelvo a traer la pregunta del comienzo ¿Debemos
condenar a las personas por sus actos? ¿Debemos condenar a los injustos, a los
malvados, ponte: violadores, asesinos, torturadores, genocidas? Está claro que
deberíamos condenar los actos malvados, pero como somos personas también en
nuestro haber hay otros actos menos malos, aunque esto da igual, porque la cosa
no va con los actos, sino con las contribuciones a nuestra sociedad,
contribuciones artísticas, intelectuales, científicas. El balance entre el acto
y la obra o contribución de una persona a la sociedad que habita. ¿Quiénes
somos nosotros para establecer ese balance? ¿Dónde está el límite de lo
permisible moralmente? Insisto, todo esto va de ver la paja en el ojo ajeno,
que como digo, sospecho que es nuestra viga o parte de ella lo que vemos en el
ojo ajeno.
Vivo en una España laica más o menos secular, pero todo este
trasfondo es cristiano. Lo es porque es nuestra cultura, más allá de que
seamos o no cristianos de fe, lo
seguimos siendo de moral. De todas formas voy a hacer una distinción entre
cristianos y ateos (aquellas personas que no creen en Dios o en la existencia
de lo Transcendente).
Los cristianos (y no digo católicos a posta, porque hay
muchos cristianismos en España) creo que tienen el dilema más fácil.
Probablemente dirán como Jesús, no hay que juzgar a los demás, todos somos
pecadores, quiénes somos para declararnos jueces. Es Dios en última instancia
el que debe de juzgar los actos de los seres humanos. Pero no podemos ser tan
simplistas. Somos capaces de distinguir entre el bien y el mal, esto hace que
el mal no nos sea indiferente. Si nos diera igual el mal que hacen las personas
de nuestro alrededor, si nos comportásemos como si nos fuera indiferente, ¿no
estaríamos siendo cómplices del mal? Deberíamos denunciar los males de nuestra
sociedad y señalar a las personas que lo ejecutan. ¿No es una paradoja que Dios
nos haga capaces de distinguir el mal, capaces de la empatía de sufrir con el
sufrimiento ajeno y que después nos diga que no juzguemos al prójimo, que
vayamos a lo nuestro? No podemos ser indiferentes al mal y no juzgar.
Hay males que nos resultan escandalosos, indignantes,
(dependen de cada época, eso lo sabemos, pero da igual, eso no hace que los
males de hoy nos sean indiferentes). Si sabemos que una persona con cierta
relevancia social ha sido de esas malvadas que hoy nos duelen, ¿Cómo valorarlo
socialmente? Se preguntarán los cristianos, digo yo, ¿Para qué nos dio Dios la
capacidad de distinguir entre el bien y el mal y la capacidad de juzgar? ¿Para
qué mirásemos para otra parte? ¿Para qué nos centráramos en nuestros propios
actos ajenos al mundo que nos rodea? Cada cual no puede hacer lo que le parezca.
Somos seres sociales. Lo que otros hacen
nos afecta.
Esta será la problemática de las personas cristianas, creo
yo. Que se deben de encontrar entre la disyuntiva de si es pertinente juzgar o
no al prójimo. Pero ¿Cuál es la problemática de los ateos? Ya digo que la moral
no tiene nada que ver con la creencia en Dios.
“No por haber perdido la fe vais de pronto a traicionar a
vuestros amigos, robar o violar, asesinas o torturar” apuntaba André
Compte-Sponville en su libro “El alma del ateísmo”.
Y bueno, podemos ampliar, yo no diría que en mi sociedad se
trate de una pérdida de la fe, sino de una falta de la misma. Diría que las
personas ateas no han perdido nada, simplemente nos les hace falta creer en
Dios, hay explicaciones por ejemplo, las de la ciencia que son contingentes y
válidas para muchas personas. Mucha gente no necesita a Jesús ni a Dios en sus
vidas. Pero la moral la necesita todo el mundo, es una especie de consenso
social. Todo el mundo tiene valores, todos seguimos pudiendo distinguir entre
el bien y el mal. Muchas personas de hoy no hacen el bien pensando en la vida
eterna o en el día del juicio, sino en el bien de las personas las rodean, en
el amor que sienten por los suyos. Aunque no necesiten a Dios tienen la
capacidad de amar y de sufrir, como todo el mundo en todas las épocas. Es una
cuestión humana. ¿Puede existir alguien que no haya amado nunca a nadie? ¿Alguien
que no haya sufrido? ¿Y qué tiene que ver esto con la religión o con Dios? Para
un ateo nada.
Atendiendo a esto, la cuestión del juicio para un ateo es
aún peor que con la persona cristiana. Porque si Dios no existe todo es nuestra
responsabilidad. Somos responsables del mal y es nuestra obligación actuar no
sólo para impedirlo sino también para condenarlo. Para una persona atea todo
ocurre en esta vida terrestre que vivimos hoy. Es lo único que tiene y es su
principal preocupación. ¿Cómo va a ser un genocida? ¿Cómo va a cometer un
asesinato un ateo? Esta vida lo es todo.
El bien y el mal no es producto de la voluntad divina (para
el cristiano el libre albedrío hace a las personas escoger entre el bien o el
mal, pero su origen de alguna forma pertenece a Dios, es su voluntad que exista
el bien o el mal). Muchos dirán que los ateos sustituyen a Dios por el azar y
que entonces el bien y el mal es un producto del azar. Pero qué más da cuál sea
el origen del mal. Desde el momento en que podemos escoger qué hacer, da igual
que seamos ateos o no, el bien y el mal se convierten en nuestra
responsabilidad. Pero el ateo no tendrá un juicio divino, no se encontrará con
un Dios misericordioso. La persona atea es su propia jueza. Juzgar ya no es la
labor de Dios, sino la nuestra. El
sufrimiento (que es la causa del mal) sigue existiendo. Seguimos sufriendo.
Nada salvará a las personas ateas del sufrimiento salvo ellas mismas. Es su
responsabilidad. Están obligados a condenar el mal. A juzgar. ¿Tirarán desde la
primera piedra a la última o tendrán misericordia? Si los cristianos se
encuentran entre la disyuntiva, las personas ateas se encuentran ante un
imperativo y frente a éste sólo les queda la empatía. Porque podemos seguir
viéndonos a los ojos y viéndonos pajas y vigas.